lunes, marzo 05, 2007

El Che Guevara, LA MÁQUINA DE MATAR



LETRAS LIBRES / Fabricio Vanden Broeck

FEBRERO DE 2007



LA MÁQUINA DE MATAR.
El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista

por Álvaro Vargas Llosa

La imagen del Che representa una notable paradoja: la rebeldía ante el mercado desde el
mercado. Frente a esta estrafalaria construcción, Álvaro Vargas Llosa contrapone la historia real
del guerrillero, sus métodos brutales y su defensa de la violencia como motor del cambio
revolucionario.
El Che Guevara, quien hizo tanto (¿o tan poco?) por destruir al capitalismo, es en la actualidad
la quintaesencia de una marca capitalista. Su semblante adorna tazas de café, sudaderas,
encendedores, llaveros, billeteras, gorras de beisbol, tocados, emblemas de rockeros, truzas,
camisetas deportivas, carteras finas, jeans deshilachados, té de hierbas, y por supuesto esas
omnipresentes playeras con la fotografía, tomada por Alberto Korda, del galán socialista
luciendo su boina durante los primeros años de la revolución, en el instante en que el Che de
casualidad se introdujo en el visor del fotógrafo –y en la imagen que, treinta y ocho años
después de su muerte, constituye aún el logotipo del revolucionario (¿o del capitalista?) “chic”.
Sean O’Hagan sostuvo en The Observer que existe incluso un jabón en polvo con el eslogan “El
Che lava más blanco”.
Los productos del Che son comercializados por grandes corporaciones y por pequeñas empresas,
tales como la Burlington Coat Factory, la cual difundió un comercial televisivo presentando
a un joven en pantalones elásticos luciendo una playera del Che, o la Flamingo’s Boutique en
Union City, Nueva Jersey, cuyo propietario respondió a la furia de los exiliados cubanos locales
con este argumento devastador: “Yo vendo lo que la gente desea comprar.” Los revolucionarios
también se unieron a este frenesí de productos –desde “The Che Store”, que vende provisiones,
hasta el sitio que atiende “todas sus necesidades revolucionarias” en Internet, y el escritor
italiano Gianni Minà, quien le vendió a Robert Redford los derechos cinematográficos del diario
del Che sobre su juvenil viaje alrededor de América del Sur en el año 1952 a cambio de poder
acceder al rodaje del film Diarios de motocicleta y de que Minà pudiera producir su propio
documental. Para no mencionar a Alberto Granado, quien acompañó al Che en su viaje de
juventud y ahora asesora documentalistas, y que se quejaba hace poco en Madrid, según el
diario El País, ante un Rioja y un magret de pato, de que el embargo estadounidense contra
Cuba le dificulta el cobro de las regalías. Para llevar la ironía más lejos: el edificio en el cual
nació Guevara en la ciudad de Rosario, Argentina, un espléndido inmueble de comienzos del
siglo XX sito en la esquina de las calles Urquiza y Entre Ríos, se encontraba hasta hace poco
ocupado por la administradora de fondos de jubilaciones y pensiones privada Máxima afjp, una
hija de la privatización de la seguridad social argentina en la década de 1990.
La metamorfosis del Che Guevara en una marca capitalista no es nueva, pero la marca viene
experimentando un renacimiento –un renacimiento especialmente destacable, dado que el
mismo tiene lugar años después del colapso político e ideológico de todo lo que Guevara
representaba. Esta suerte inesperada se debe sustancialmente a Diarios de motocicleta, la
película producida por Robert Redford y dirigida por Walter Salles. (Es una de las tres películas
más importantes sobre el Che ya realizadas o actualmente en rodaje en los últimos dos años;
las otras dos han sido dirigidas por Josh Evans y Steven Soderbergh.) Hermosamente rodada
en paisajes que claramente han eludido los efectos erosivos de la polución capitalista, el film
exhibe al joven en un viaje de autodescubrimiento a medida que su conciencia social en ciernes
tropieza con la explotación social y económica, lo que va preparando el terreno para la
reinvención del hombre a quien Sartre llamara alguna vez el ser humano más completo de
nuestra era.
Pero para ser más preciso, el actual renacimiento del Che se inició en 1997, en el trigésimo
aniversario de su muerte, cuando cinco biografías abrumaron las librerías y sus restos fueron
descubiertos cerca de una pista de aterrizaje en el aeropuerto de Vallegrande, en Bolivia,
después de que un general boliviano retirado, en una revelación espectacularmente oportuna,
indicara la ubicación exacta. El aniversario volvió a centrar la atención en la famosa fotografía
de Freddy Alborta del cadáver del Che tendido sobre una mesa, escorzado, muerto y romántico,
luciendo como Cristo en un cuadro de Mantegna.
Es usual que los seguidores de un culto no conozcan la verdadera historia de su héroe. (Muchos
rastafaris renunciarían a Haile Selassie si tuvieran alguna idea de quien fue en realidad.) No
sorprende que los seguidores contemporáneos de Guevara, sus nuevos admiradores postcomunistas,
también se engañen a sí mismos al aferrarse a un mito –excepto los jóvenes argentinos
que corean una expresión de rima perfecta: “Tengo una remera [una playera] del Che y no sé
por qué.”
Considérese a algunos de los individuos que recientemente han blandido o invocado el retrato
de Guevara como un emblema de justicia y rebelión contra el abuso de poder. En el Líbano, unos
manifestantes que protestaban en contra de Siria ante la tumba del ex primer ministro Rafiq
Hariri portaban la imagen del Che. Thierry Henry, un jugador de futbol francés que juega para
el Arsenal, en Inglaterra, se apareció en una importante velada de gala organizada por la FIFA,
el organismo del futbol mundial, vistiendo una playera roja y negra del Che. En una reciente
reseña publicada en The New York Times sobre Land of the Dead de George A. Romero, Manohla
Dargis destacaba que “el mayor impacto aquí puede ser el de la transformación de un zombi
negro en un virtuoso líder revolucionario”, y agregó: “Creo que el Che en verdad vive, después
de todo.”
El héroe del futbol Maradona ostentó el emblemático tatuaje del Che en su brazo derecho
durante un viaje en el que se reunió con Hugo Chávez en Venezuela. En Stavropol, al sur de
Rusia, unos manifestantes que reclamaban los pagos en efectivo de los beneficios del bienestar
social tomaron la plaza central con banderas del Che. En San Francisco, City Lights Books, el
legendario hogar de la literatura beat, invita a los visitantes a una sección dedicada a América
Latina en la cual la mitad de los estantes se encuentra ocupada por libros del Che. José Luis
Montoya, un oficial de policía mexicano que combate el crimen relacionado con las drogas en
Mexicali, luce una cinta del Che alrededor de la cabeza porque ella lo hace sentirse más fuerte.
En el campo de refugiados de Dheisheh, en la margen occidental del río Jordán, los carteles del
Che adornan un muro que le rinde tributo a la Intifada. Una revista dominical dedicada a la vida
social en Sydney enumera a los tres invitados ideales en una cena: Alvar Aalto, Richard Branson
y el Che Guevara. Leung Kwok-hung, el rebelde elegido a la junta legislativa de Hong Kong,
desafía a Pekín al vestir una playera del Che. En Brasil, Frei Betto, consejero del presidente Lula
da Silva y encargado del programa de alto perfil “Hambre Cero”, afirma que “deberíamos
prestarle menos atención a Trotsky y mucha más al Che Guevara”. Y lo más estupendo de todo:
en la ceremonia de este año de los Óscares, Carlos Santana y Antonio Banderas interpretaron
la canción principal de la película Diarios de motocicleta: Santana se presentó luciendo una
camiseta del Che y un crucifijo. Las manifestaciones del nuevo culto del Che están por todas
partes. Una vez más el mito está apasionando a individuos cuyas causas, en su mayor parte,
representan exactamente lo opuesto de lo que era Guevara.
Ningún hombre carece de algunas cualidades atenuantes. En el caso del Che Guevara, esas
cualidades pueden ayudarnos a medir el abismo que separa la realidad del mito. Su honestidad
(quiero decir: honestidad parcial) significa que dejó testimonio escrito de sus crueldades,
incluido lo muy malo, aunque no lo peor. Su coraje –que Castro describió como “su manera, en
los momentos difíciles y peligrosos, de hacer las cosas más difíciles y peligrosas”– significa que
no vivió para asumir la plena responsabilidad por el infierno de Cuba. El mito puede decir tanto
acerca de una época como la verdad. Y es así como, gracias a los propios testimonios que el
Che brinda de sus pensamientos y de sus actos, y gracias también a su prematura desaparición,
podemos saber exactamente cuán engañados están muchos de nuestros contemporáneos
respecto de muchas cosas.
Guevara puede haberse enamorado de su propia muerte, pero estaba mucho más enamorado
de la muerte ajena. En abril de 1967, hablando por experiencia, resumió su idea homicida de la
justicia en su “Mensaje a la Tricontinental”: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente
al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una
efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar.” Sus primeros escritos se encuentran
también sazonados con esta violencia retórica e ideológica. A pesar de que su ex novia Chichina
Ferreyra duda de que la versión original de los diarios de su viaje en motocicleta contenga la
observación de “siento que mis orificios nasales se dilatan al saborear el amargo olor de la
pólvora y de la sangre del enemigo”, Guevara compartió con Granado en esa temprana edad
esta exclamación: “¿Revolución sin disparar un tiro? Estás loco.” En otras ocasiones, el joven
bohemio parecía incapaz de distinguir entre la frivolidad de la muerte como un espectáculo y la
tragedia de las víctimas de una revolución. En una carta a su madre en 1954, escrita en
Guatemala, donde fue testigo del derrocamiento del gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz,
escribió: “Aquí estuvo muy divertido con tiros, bombardeos, discursos y otros matices que
cortaron la monotonía en que vivía.”
La disposición de Guevara cuando viajaba con Castro desde México a Cuba a bordo del Granma
es capturada en una frase de una carta a su esposa que redactó el 28 de enero de 1957, no
mucho después de desembarcar, publicada en su libro Ernesto: Una biografía del Che Guevara
en Sierra Maestra: “Estoy en la manigua cubana, vivo y sediento de sangre.” Esta mentalidad
había sido reforzada por su convicción de que Arbenz había perdido el poder debido a que había
fallado en ejecutar a sus potenciales enemigos. En una carta anterior a su ex novia Tita Infante,
había observado que “Si se hubieran producido esos fusilamientos, el gobierno hubiera conservado
la posibilidad de devolver los golpes”. No sorprende que durante la lucha armada contra
Batista, y luego tras el ingreso triunfal en La Habana, Guevara asesinara o supervisara las
ejecuciones en juicios sumarios de muchísimas personas –enemigos probados, meros
sospechados y aquellos que se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.
En enero de 1957, tal como lo indica su diario desde la Sierra Maestra, Guevara le disparó a
Eutimio Guerra porque sospechaba que aquel se encontraba pasando información: “Acabé con
el problema dándole un tiro con una pistola del calibre 32 en la sien derecha, con orificio de
salida en el temporal derecho... sus pertenencias pasaron a mi poder.” Más tarde mató a tiros
a Aristidio, un campesino que expresó el deseo de irse cuando los rebeldes siguieran su camino.
Mientras se preguntaba si esta victima en particular “era en verdad lo suficientemente culpable
como para merecer la muerte”, no vaciló en ordenar la muerte de Echevarría, el hermano de
uno de sus camaradas, en razón de crímenes no especificados: “Tenía que pagar el precio.” En
otros momentos simularía ejecuciones sin llevarlas a cabo, como un método de tortura psicológica.
Luis Guardia y Pedro Corzo, dos investigadores que se encuentran trabajando en Florida en un
documental sobre Guevara, han obtenido el testimonio de Jaime Costa Vázquez, un ex
comandante del ejército revolucionario conocido como “el Catalán”, quien sostiene que muchas
de las ejecuciones atribuidas a Ramiro Valdés (futuro ministro del interior de Cuba) fueron
responsabilidad directa de Guevara, debido a que Valdés se encontraba bajo sus órdenes en las
montañas. “Ante la duda, mátalo” fueron las instrucciones del Che. En vísperas de la victoria,
según Costa, el Che ordenó la ejecución de un par de docenas de personas en Santa Clara, en
Cuba central, hacia donde había marchado su columna como parte de un asalto final contra la
isla. Algunos de ellos fueron muertos en un hotel, como ha escrito Marcelo Fernándes-Zayas,
otro ex revolucionario que después se convertiría en periodista (agregando que entre los
ejecutados había campesinos conocidos como casquitos que se habían unido al ejército
simplemente para escapar del desempleo).
Pero la “fría máquina de matar” no dio muestra de todo su rigor hasta que, inmediatamente
después del colapso del régimen de Batista, Castro lo pusiera a cargo de la prisión de La Cabaña.
(Castro tenía un buen ojo clínico para escoger a la persona perfecta para proteger a la revolución
contra la infección.) San Carlos de La Cabaña es una fortaleza de piedra que fue utilizada para
defender La Habana contra los piratas ingleses en el siglo XVIII; más tarde se convirtió en un
cuartel militar. De una manera que evoca al escalofriante Lavrenti Beria, Guevara presidió
durante la primera mitad de 1959 uno de los periodos más oscuros de la revolución. José
Vilasuso, abogado y profesor en la Universidad Interamericana de Bayamón en Puerto Rico,
quien pertenecía al grupo encargado del proceso judicial sumario en La Cabaña, me dijo
recientemente que El Che dirigió la Comisión Depuradora. El proceso se regía por la ley de la
sierra: tribunal militar de hecho y no jurídico, y el Che nos recomendaba guiarnos por la
convicción. Esto es: “Sabemos que todos son unos asesinos, luego proceder radicalmente es lo
revolucionario.” Miguel Duque Estrada era mi jefe inmediato. Mi función era de instructor. Es
decir legalizar profesionalmente la causa y pasarla al ministerio fiscal, sin juicio propio alguno.
Se fusilaba de lunes a viernes. Las ejecuciones se llevaban a cabo de madrugada, poco después
de dictar sentencia y declarar sin lugar [de oficio] la apelación. La noche más siniestra que
recuerdo se ejecutaron siete hombres.
Javier Arzuaga, el capellán vasco que les brindaba consuelo a aquellos condenados a morir y
que presenció personalmente docenas de ejecuciones, habló conmigo recientemente desde su
casa en Puerto Rico. Ex sacerdote católico de setenta y cinco años de edad, quien se describe
como “más cercano a Leonardo Boff y a la Teología de la Liberación que al ex cardenal Cardinal
Ratzinger”, Arzuaga recuerda que La cárcel de La Cabaña se mantuvo llena a rebosar. Sobre
800 hombres hacinados en un espacio pensado para no más de 300: militares batistianos o
miembros de algunos de los cuerpos de la policía, algunos “chivatos”, periodistas, empresarios
o comerciantes. El juez no tenía por qué ser hombre de leyes; sí, en cambio, pertenecer al
ejército rebelde, al igual que los compañeros que ocupaban con él la mesa del tribunal. Casi
todas las vistas de apelación estuvieron presididas por el Che Guevara. No recuerdo ningún caso
cuya sentencia fuera revocada en esas vistas. Todos los días yo visitaba la “galera de la muerte”,
donde permanecían los prisioneros desde que eran sentenciados a muerte. Corrió la voz de que
yo hipnotizaba a los condenados antes de salir para el paredón y que por eso se daban tan
fáciles las cosas, sin escenas desagradables, y el Che Guevara dio orden de que nadie fuera
conducido al paredón sin que yo estuviera presente. Yo asistí a 55 fusilamientos hasta el mes
de mayo, cuando me fui. Eso no quiere decir que no se siguiera fusilando. Herman Marks era
un americano, se decía que era prófugo de la justicia. Lo llamábamos “el carnicero” porque
gozaba gritando “pelotón, atención, preparen, apunten, fuego”. Conversé varias veces con el
Che con el fin de interceder por determinadas personas. Recuerdo muy bien el caso de Ariel
Lima que era menor de edad, pero fue inflexible. Lo mismo puedo decir de Fidel Castro, a quien
acudí también en dos ocasiones con igual propósito. Sufrí un trauma. A finales de mayo me
sentía mal y se me recomendó abandonar la parroquia de Casa Blanca, dentro de cuyos límites
se encontraba La Cabaña y que yo había atendido en los últimos tres años. Me fui a México para
un tratamiento. Cuando nos despedíamos, el Che Guevara me dijo que nos habíamos llevado
bien, tratando los dos de sacar el otro de su campo para atraerlo al de uno. “Hemos fracasado
los dos. Cuando nos quitemos las caretas que hemos llevado puestas, seremos enemigos frente
a frente.”
¿Cuánta gente fue asesinada en La Cabaña? Pedro Corzo ofrece una cifra de unos doscientos,
similar a la proporcionada por Armando Lago, un profesor de economía retirado que ha
compilado una lista de 179 nombres como parte de un estudio de ocho años sobre las
ejecuciones en Cuba. Vilasuso me dijo que cuatrocientas personas fueron ejecutadas entre el
mes de enero y fines de junio de 1959 (fecha en la que el Che dejó de estar a cargo de La
Cabaña). Los cables secretos enviados por la Embajada de Estados Unidos en La Habana al
Departamento de Estado en Washington hablan de “más de quinientos”. Según Jorge Castañeda,
uno de los biógrafos de Guevara, un católico vasco simpatizante de la revolución, el fallecido
padre Iñaki de Aspiazú, hablaba de setecientas víctimas. Félix Rodríguez, un agente de la cia
quien fue parte del equipo a cargo de la captura de Guevara en Bolivia, me dijo que él encaró
al Che después de su captura respecto de “las dos mil y pico” ejecuciones por las que fue
responsable durante su vida. “Dijo que todos eran agentes de la cia y no se refirió a la cifra”,
recuerda Rodríguez. Las cifras más altas pueden incluir ejecuciones que tuvieron lugar en los
meses posteriores a la fecha en que el Che dejó de estar a cargo de la prisión.
Lo cual nos trae de regreso a Carlos Santana y a su elegante indumentaria del Che. En una carta
abierta publicada en El Nuevo Herald el 31 de marzo de este año, el gran músico de jazz Paquito
D’Rivera reprochó a Santana su vestuario en la ceremonia de los premios Óscar, y agregó: “Uno
de esos cubanos fue mi primo Bebo, preso allí precisamente por ser cristiano. Él me cuenta
siempre con amargura cómo escuchaba desde su celda en la madrugada los fusilamientos sin
juicio de muchos que morían gritando “¡Viva Cristo Rey!”
El ansia de poder del Che tenía otras maneras de expresarse además del asesinato. La
contradicción entre su pasión por viajar –una especie de protesta contra las limitaciones del
Estado-nación– y su impulso por convertirse en miembro de un Estado esclavizante en relación
con otras personas es patética. Al escribir acerca de Pedro Valdivia, el conquistador de Chile,
Guevara reflexionaba: “Pertenecía a esa clase especial de hombres a los que la especie produce
de vez en cuando, en quienes un anhelo por el poder ilimitado es tan extremo que cualquier
sufrimiento para lograrlo parece natural.” Podría haber estado describiéndose a sí mismo.
LETRAS LIBRES / Fabricio Vanden Broeck (De click para agrandar)
En cada etapa de su vida adulta, su megalomanía se manifestaba en el impulso depredador por
apoderarse de las vidas y de la propiedad de otras personas, y de abolir su libre voluntad.
En 1958, después de tomar la ciudad de Sancti Spíritus, Guevara intento sin éxito imponer una
especie de sharia, regulando las relaciones entre los hombres y las mujeres, el uso del alcohol,
y el juego informal –un puritanismo que no caracterizaba precisamente su propia forma de vida.
Les ordenó también a sus hombres que asaltaran bancos, una decisión que justificó en una carta
a Enrique Oltuski, un subordinado, en noviembre de ese año: “Las masas que luchan están de
acuerdo con asaltar a los bancos porque ninguno de ellos tiene un centavo en los mismos.” Esta
idea de la revolución como una licencia para reasignar la propiedad según le conviniera condujo
al puritano marxista a apoderarse de la mansión de un emigrante tras el triunfo de la revolución.
El impulso de desposeer a los demás de su propiedad y de reclamar la propiedad del territorio
de otros fue central en la política opresiva de Guevara. En sus memorias, el líder egipcio Gamal
Abdel Nasser cuenta que Guevara le preguntó cuántas personas habían abandonado su país
debido a la reforma agraria. Cuando Nasser replicó que ninguna, el Che contestó enojado que
la manera de medir la profundidad del cambio es a través del número de individuos “que sienten
que no hay lugar para ellos en la nueva sociedad”. Este instinto depredador alcanzó una
apoteosis en 1965, cuando empezó a hablar, como Dios, acerca del “hombre nuevo” que él y su
revolución crearían.
La obsesión del Che con el control colectivista lo llevó a colaborar en la formación del aparato
de seguridad que fue establecido para subyugar a seis millones y medio de cubanos. A
comienzos de 1959, una serie de reuniones secretas tuvo lugar en Tarará, cerca de La Habana,
en la mansión a la cual el Che temporalmente se retiró para recuperarse de una enfermedad.
Allí fue donde los líderes principales, incluido Castro, diseñaron al Estado policíaco cubano.
Ramiro Valdés, subordinado del Che durante la guerra de guerrillas, fue puesto al mando del
G-2, un cuerpo inspirado en la Cheka. Ángel Ciutah, un veterano de la Guerra Civil Española
enviado por los soviéticos, que había estado muy cerca de Ramón Mercader, el asesino de
Trotsky, y que más tarde entablaría amistad con el Che, desempeñó un papel fundamental en
la organización del sistema, junto con Luis Alberto Lavandeira, quien había servido al jefe en La
Cabaña. El propio Guevara se hizo cargo del G-6, el grupo al que se le encomendó el
adoctrinamiento ideológico de las fuerzas armadas. La invasión respaldada por Estados Unidos
de Bahía de Cochinos en abril de 1961 se convirtió en la ocasión perfecta para consolidar el
nuevo Estado policíaco, con el acorralamiento de decenas de miles de cubanos y una nueva serie
de ejecuciones. Como el mismo Guevara le expresó al embajador soviético Serguéi Kudriavtsev,
los contrarrevolucionarios nunca “volverían a levantar su cabeza”.
“Contrarrevolucionario” es el término que se le aplicaba a cualquiera que se apartara del dogma.
Era el equivalente comunista de “hereje”. Los campos de concentración eran una forma en la
cual el poder dogmático era empleado para suprimir la discrepancia. La historia le atribuye al
general español Valeriano Weyler, el capitán general de Cuba a finales del siglo XIX, haber
empleado por vez primera la palabra “concentración” para describir la política de cercar a las
masas de potenciales opositores –en su caso a los simpatizantes del movimiento independentista
cubano– con alambre de púas y empalizadas. Qué irónico (y apropiado) que los revolucionarios
de Cuba más de medio siglo después continuaran con esta tradición local. Al principio, la
revolución movilizó a voluntarios para construir escuelas y para trabajar en los puertos,
plantaciones y fábricas –todas ellas exquisitas oportunidades fotográficas para el Che estibador,
el Che cortador de caña, el Che fabricante de telas. No pasó mucho tiempo antes de que el
trabajo voluntario se volviera un poco menos voluntario: el primer campamento de trabajos
forzados, Guanahacabibes, fue establecido en Cuba occidental hacia el final de 1960. Así es
como el Che explicaba la función desempeñada por este método de confinamiento: “A Guanahacabibes
se manda a la gente que no debe ir a la cárcel, la gente que ha cometido faltas a la
moral revolucionaria de mayor o menor grado... es trabajo duro, no trabajo bestial.”
Este campamento fue el precursor del confinamiento sistemático, a partir de 1965 en la
provincia de Camagüey, de disidentes, homosexuales, víctimas del sida, católicos, testigos de
Jehová, sacerdotes afrocubanos, y otras “escorias” por el estilo, bajo la bandera de las Unidades
Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Hacinados en autobuses y camiones, los
“desadaptados” serían transportados a punta de pistola a los campos de concentración organizados
sobre la base del modelo de Guanahacabibes. Algunos nunca regresarían; otros serían
violados, golpeados o mutilados; y la mayoría quedarían traumatizados de por vida, como el
sobrecogedor documental de Néstor Almendros Conducta impropia se lo mostrara al mundo un
par de décadas antes de ahora.
De esta manera, la revista Time parece haber errado en agosto de 1960 cuando describió la
división del trabajo de la revolución con una nota de tapa presentando al Che Guevara como el
“cerebro”, a Fidel Castro como el “corazón” y a Raúl Castro como el “puño”. Pero la percepción
revelaba el papel crucial de Guevara en hacer de Cuba un bastión del totalitarismo. El Che era
de alguna manera un candidato improbable para la pureza ideológica, dado su espíritu bohemio,
pero durante los años de entrenamiento en México y en el periodo resultante de la lucha armada
en Cuba emergió como el ideólogo comunista locamente enamorado de la Unión Soviética, en
gran medida para molestia de Castro y de otros que eran esencialmente oportunistas dispuestos
a utilizar cualquier medio necesario para ganar poder. Cuando los aspirantes a revolucionarios
fueron arrestados en México en 1956, Guevara fue el único que admitió que era un comunista
y que estaba estudiando ruso. (Habló abiertamente de su relación con Nikolái Leonov de la
Embajada Soviética.) Durante la lucha armada en Cuba, forjó una férrea alianza con el Partido
Socialista Popular (el partido comunista de la isla) y con Carlos Rafael Rodríguez, un jugador
importante en la conversión del régimen de Castro al comunismo.
Esta fanática disposición convirtió al Che en una parte esencial de la “sovietización” de la
revolución que se había jactado reiteradamente de su carácter independiente. Muy poco
después de que los barbudos llegaran al poder, Guevara participó de negociaciones con Anastas
Mikoyan, el viceprimer ministro soviético, quien visitó Cuba. Le fue confiada la misión de
promover las negociaciones sovieticocubanas durante una visita a Moscú a finales de 1960. (La
misma fue parte de un largo viaje en el cual la Corea del Norte de Kim Il Sung fue el país que
“más” lo impresionó.) El segundo viaje a Rusia de Guevara, en agosto de 1962, fue aún más
significativo, en razón de que él mismo selló el acuerdo para convertir a Cuba en una cabeza de
playa nuclear soviética. Se reunió con Jrúshchiov en Yalta para finalizar los detalles sobre una
operación que ya se había iniciado, y que involucraba la introducción en la isla de cuarenta y
dos misiles soviéticos, la mitad de los cuales estaban armados con ojivas nucleares, así como
también lanzadores y unos cuarenta y dos mil soldados. Tras presionar a sus aliados soviéticos
sobre el peligro de que Estados Unidos pudiera descubrir lo que estaba aconteciendo, Guevara
obtuvo garantías de que la marina soviética intervendría –en otras palabras, de que Moscú
estaba preparada para ir a la guerra.
Según la biografía de Guevara de Philippe Gavi, el revolucionario había alardeado que “su país
se encuentra deseoso de arriesgarlo todo en una guerra atómica de inimaginable capacidad
destructiva para defender un principio”. Apenas después de finalizada la crisis de los misiles
cubanos –cuando Jrúshchiov renegó de la promesa hecha en Yalta y negoció un acuerdo con
Estados Unidos a espaldas de Castro, que incluía retirar los misiles estadounidenses de Turquía–
Guevara dijo a un periódico comunista británico: “Si los cohetes hubieran permanecido, los
habríamos utilizado todos y dirigido contra el mismo corazón de Estados Unidos, incluida Nueva
York, en nuestra defensa contra la agresión.” Y un par de años más tarde, en las Naciones
Unidas, fue leal a las formas: “Como marxistas hemos sostenido que la coexistencia pacífica
entre las naciones no incluye la coexistencia entre los explotadores y el explotado.”
Guevara se distanció de la Unión Soviética en los últimos años de su vida. Lo hizo por las razones
equivocadas, culpando a Moscú por ser demasiado blando ideológica y diplomáticamente, y
hacer demasiadas concesiones –a diferencia de la China maoísta, a la cual llegó a ver como un
refugio de la ortodoxia. En octubre de 1964, un memo escrito por Oleg Darusénkov, un
funcionario soviético cercano a él, cita a Guevara diciendo: “Les pedimos armas a los checoslovacos;
y nos rechazaron. Luego se las pedimos a los chinos; dijeron que sí en pocos días, y ni
siquiera nos cobraron, declarando que uno no le vende armas a un amigo.” En realidad, Guevara
se resintió por el hecho de que Moscú le estaba solicitando a otros miembros del bloque
comunista, incluida Cuba, algo a cambio de su colosal ayuda y de su apoyo político. Su ataque
final contra Moscú llegó en Argelia, en febrero de 1965, en una conferencia internacional en la
que acusó a los soviéticos de adoptar la “ley del valor”, es decir, el capitalismo. Su ruptura con
los soviéticos, en síntesis, no fue un grito en favor de la independencia. Fue un alarido al estilo
de Enver Hoxha en aras de la total subordinación de la realidad a la ciega ortodoxia ideológica.
El gran revolucionario tuvo una oportunidad de poner en práctica su visión económica –su idea
de la justicia social– como director del Banco Nacional de Cuba y del Departamento de Industria
del Instituto Nacional de la Reforma Agraria a fines de 1959, y, desde principios de 1961, como
ministro de Industria. El periodo en el cual Guevara estuvo a cargo de la mayor parte de la
economía cubana atestiguó el cuasi colapso de la producción de azúcar, el fracaso de la
industrialización, y la introducción del racionamiento –todo esto en el que había sido uno de los
cuatros países económicamente más exitosos de América Latina desde antes de la dictadura de
Batista.
Su tarea como director del Banco Nacional, durante la cual imprimió billetes que llevaban la
firma “Che”, ha sido sintetizada por su asistente, Ernesto Betancourt: “Encontré en el Che una
ignorancia absoluta de los principios más elementales de la economía.” Los poderes de
percepción de Guevara respecto de la economía mundial fueron muy bien expresados en 1961,
durante una conferencia hemisférica celebrada en Uruguay, donde predijo una tasa de crecimiento
para Cuba del diez por ciento “sin el menor temor”, y, para 1980, un ingreso percapita
mayor que el de “los EE.UU. en la actualidad”. En verdad, hacia 1997, en el trigésimo aniversario
de su muerte, cada cubano se encontraba bajo una dieta consistente en una ración de cinco
libras de arroz y una libra de frijoles por mes; cuatro onzas de carne dos veces al año; cuatro
onzas de pasta de soya por semana, y cuatro huevos por mes.
La reforma agraria le quitó tierra al rico, pero se la dio a los burócratas, no a los campesinos.
(El decreto fue redactado en la casa del Che.) En nombre de la diversificación, el área cultivada
fue reducida y la mano de obra disponible distraída hacia otras actividades. El resultado fue que,
entre 1961 y 1963, la cosecha se redujo a la mitad: apenas unos 3.8 millones de toneladas
métricas. ¿Se justificaba este sacrificio por el fomento de la industrialización cubana? Desdichadamente,
Cuba carecía de materias primas para la industria pesada, y, como una consecuencia
de la redistribución revolucionaria, no contaba con una moneda sólida con la cual adquirirlas –o
incluso adquirir los productos básicos. Para 1961, Guevara estaba teniendo que dar explicaciones
embarazosas a los trabajadores en la oficina: “Nuestros camaradas técnicos en las
compañías han producido una pasta dental... tan buena como la anterior; limpia exactamente
lo mismo, a pesar de que después de un tiempo se vuelve una piedra.” Para 1963, todas las
esperanzas de industrializar Cuba fueron abandonadas, y la revolución aceptó su papel de
proveedora colonial de azúcar al bloque soviético a cambio de petróleo para cubrir sus
necesidades y para revenderlo a otros países. Durante las tres décadas siguientes, Cuba
sobreviviría con base en un subsidio soviético de más o menos entre 65,000 millones y cien mil
millones de dólares.
Habiendo fracasado como héroe de la justicia social, ¿merece Guevara un lugar en los libros de
historia como un genio de la guerra de guerrillas? Su mayor logro militar en la lucha contra
Batista –la toma de la ciudad de Santa Clara después de emboscar un tren con pesados
refuerzos– está seriamente cuestionado. Numerosos testimonios indican que el conductor del
tren se rindió de antemano, acaso tras aceptar sobornos. (Gutiérrez Menoyo, quien dirigía un
grupo guerrillero diferente en esa área, está entre aquellos que han criticado la historia oficial
de Cuba sobre la victoria de Guevara.) Inmediatamente después del triunfo de la revolución,
Guevara organizó ejércitos guerrilleros en Nicaragua, la República Dominicana, Panamá, y Haití
–todos los cuales fueron aplastados. En 1964, envió al revolucionario argentino Jorge Ricardo
Masetti a su muerte al persuadirlo de que montara un ataque contra su país natal desde Bolivia,
justo después de que la democracia representativa había sido restablecida en la Argentina.
Particularmente desastrosa fue la expedición al Congo en 1965. Guevara se alió con dos
rebeldes –Pierre Mulele en el oeste y Laurent Kabila en el este– contra el desagradable gobierno
congoleño, el cual era sostenido por Estados Unidos, por mercenarios sudafricanos y exiliados
cubanos. Mulele había tomado posesión de Stanleyville antes de ser repelido. Durante su
reinado de terror, tal como lo ha escrito V.S. Naipaul, asesinó a todos aquellos que podían leer
y a todos los que vestían una corbata. Respecto del otro aliado de Guevara, Laurent Kabila, se
trataba meramente de un perezoso y un corrupto por aquel entonces; pero el mundo descubriría
en los años noventa que también él era una máquina de matar. En cualquier caso, Guevara se
pasó gran parte de 1965 ayudando a los rebeldes en el este antes de abandonar el país de
manera ignominiosa. Poco tiempo después, Mobutu llegó al poder e instaló una tiranía de
décadas. (En los países latinoamericanos, de la Argentina al Perú, las revoluciones inspiradas
en el Che tuvieron el mismo resultado práctico de reforzar el militarismo brutal durante muchos
años.)
En Bolivia, el Che fue nuevamente derrotado, y por última vez. Malinterpretó la situación local.
Una reforma agraria había tenido lugar unos años antes; el gobierno había respetado muchas
de las instituciones de las comunidades campesinas; y el ejército era cercano a Estados Unidos
a pesar de su nacionalismo. “Las masas campesinas no nos ayudan en absoluto” fue la
melancólica conclusión de Guevara en su diario boliviano. Aún peor: Mario Monje, el líder
comunista local, quien no tenía estómago para una guerra de guerrillas tras haber sido
humillado en los comicios, condujo a Guevara hacia una ubicación vulnerable en el sudeste del
país. Las circunstancias de la captura del Che en la quebrada del Yuro, poco después de reunirse
con el intelectual francés Régis Debray y el pintor argentino Ciro Bustos, ambos arrestados
cuando abandonaban el campamento, fueron, como gran parte de la expedición boliviana, cosa
de aficionados.
Guevara fue ciertamente audaz y corajudo, y rápido para organizar la vida con base en
principios militares en los territorios bajo su control, pero no era un General Giap. Su libro La
guerra de guerrillas enseña que las fuerzas populares pueden vencer a un ejército, que no es
necesario aguardar a que se den las condiciones necesarias ya que un foco insurreccional puede
provocarlas, y que el combate debe tener lugar principalmente en el campo. (En su receta para
la guerra de guerrillas, reserva también para las mujeres el papel de cocineras y enfermeras.)
Sin embargo, el ejército de Batista no era un ejército sino un corrupto manojo de matones
carente de motivación y sin mucha organización; los focos guerrilleros, con la excepción de
Nicaragua, terminaron todos en cenizas para los foquistas, y América Latina se ha vuelto urbana
en un setenta por ciento en estas últimas cuatro décadas. Al respecto, también, el Che Guevara
fue un cruel alucinado.
En las últimas décadas del siglo XIX, la Argentina tenía la segunda tasa de crecimiento más
grande del mundo. Hacia la década de 1890, el ingreso real de los trabajadores argentinos era
superior al de los trabajadores suizos, alemanes y franceses. Para 1928, ese país ocupaba el
12o lugar en el mundo en cuanto a su pbi per capita. Ese logro, que las siguientes generaciones
arruinarían, se debió en gran medida a Juan Bautista Alberdi.
Al igual que Guevara, a Alberdi le gustaba viajar: caminó a través de las pampas y de los
desiertos de norte a sur a los catorce años de edad, rumbo a Buenos Aires. Como Guevara,
Alberdi se oponía a un tirano, Juan Manuel Rosas. Igual que Guevara, Alberdi tuvo la oportunidad
de influir sobre un líder revolucionario en el poder –Justo José de Urquiza, quien derrocó a
Rosas en 1852. Como Guevara, Alberdi representó al nuevo gobierno en giras mundiales, y
murió en el exterior. Pero a diferencia del viejo y nuevo predilecto de la izquierda, Alberdi nunca
mató una mosca. Su libro, Bases y puntos de partida para la organización de la República
Argentina, fue la base de la Constitución de 1853 que limitó el Estado, abrió el comercio, alentó
la inmigración y aseguró los derechos de propiedad, inaugurando de ese modo un periodo de
setenta años de asombrosa prosperidad. No se entremetió en los asuntos de otras naciones, y
se opuso a la guerra de su país contra el Paraguay. Su semblante no adorna el abdomen de Mike
Tyson. ~
© The New Republic

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